El Tesoro Escondido de Cúa

Cuando murió Don Pedro Díaz todo el mundo en aquella casa pensó en las morocotas que habían enterrado después del terremoto, Don Pedro antes de morir lo negaba, pero todos sospechaban que estaba en las ruinas de la esquina de la Florida, donde una vez funcionó el gran negocio de los hermanos Santana, por allí Don Pedro acostumbraba a pasar casi a diario y nadie lo veía salir, ninguno podía adivinar exactamente lo que hacía. Se comentaba que aquellas ruinas estaban embrujadas y muy pocos se atrevían, ni siquiera los más audaces, a desafiar la conseja, según la cual, a más de uno los hicieron correr con una lluvia de piedras que no se sabía de dónde salían. En las noches se oían quejidos y gritos sin ninguna explicación. Luís, el hijo mayor de Don Pedro, estaba convencido que ese tesoro estaba allí y tenía el firme propósito de conseguirlo, con ese fin se dedicó, con el mayor sigilo, a la búsqueda del entierro de las morocotas.


Excavó en varios sitios, tocaba los ladrillos, se oía un golpe seco, inmediatamente abría un hueco, pasaron varias semanas y no encontraba nada. Un día muy de madrugada, en que hacía mucho calor, llegó a las ruinas para iniciar su trabajo madrugador de siempre y en una esquina, pasando unas arbustos de guayaba, los cuales indicaban lo que había sido un patio, vio una luz azul que se movía horizontalmente, se ensanchaba y se encogía, Luís se quedó paralizado por el miedo, pero al mismo tiempo dijo:


-“Aquí es donde está, la luz me lo indica”.


Sacó de su bolsillo la oración de La Magnífica, una botella con agua bendita y una cruz de palma bendita, se santiguó y se preparó para alejar cualquier espíritu maligno. Con cuidado empezó su trabajo, rompió primero las losas de arcilla cocida del piso, luego encontró con una cama de piedras de canto rodado, pegadas con argamasa de cal, con gran dificultad la fragmentó, se encontró con una construcción rectangular de ladrillos rojos de 60 x 35 centímetros, se podía ver una caja de hierro forjado, con unas figuras de filigrana por cada unos de sus lados, dos enormes candado españoles oxidados en los cerrojos sellaban el cajón de hierro. Estaba muy nervioso por lo que podía encontrar en la caja y por las cosas que según le pasaban a quienes se encontraban un entierro. Lo primero fue regar con agua bendita y poner a su lado la cruz de palma bendita, besó el rosario que colgaba en su pecho y tocó con mucha fe el escapulario de la Virgen de El Carmen, socia protectora en la aventura. Con la chícura rompió los candados y procedió a abrir la caja, la revisó y vio que no había ningún elemento extraño. Lo primero que estaba en la parte superior era una faltriquera de cuero repujado con las iniciales D A, en la cual habían varios papeles escritos en una letra menuda y muy clara, la apartó y se encontró con una pequeña capotera pesada, llena de morocotas de oro y procedió a sacarla, más abajo encontró unos rosarios de plata, unas cadenas de oro cochano y dos anillos de oro, uno con una piedra roja y el otro con una piedra negra, era todo lo que había en aquella caja de hierro, encontrada en ese agujero especialmente construido para contener el entierro. Dudaba como llevarse aquel tesoro tan pesado, sabía que la conseja decía que quien no se lo llevaba todo en ese momento, lo perdía. Tenía preparado un saco grande de los que llamaban harineros, porque en ellos se traía de EE.UU la harina para las panaderías, todo lo introdujo en el saco, le amarró la boca y volvió a introducir la caja de hierro ya vacía y la tapó con los restos de los ladrillos.


Tomó el camino de su casa, a la cual llegó sin mayores inconvenientes, fue directo a su cuarto y con calma empezó a contar las Morocotas, también habían unos Pachanos. 560 morocotas, equivalentes a 20 dólares cada una, 100 Bs de aquellos años por cada morocota para un total de 11.200 dólares por 4 Bs. (el peso venezolano equivalía a un dólar) 44.800 Bs. Además encontró 157 pachanos a 100 Bs cada uno, es decir 15.700 Bs. Para un total en monedas de oro de 60.500 Bs. Las prendas podían valer unos 12.000 Bs. Los papeles y su contenido quedó como un secreto que solo sería develado 100 años después de la muerte de Don Luís Díaz.


Ordenó las cien misas que se acostumbraban, la parte que correspondía de la Virgen del Carmen se la dio en una casa que le costó 400 Bs. Compró las ruinas dónde estaba escondido el entierro por 850 Bs a los herederos de los hermanos Santana, allí construyó una moderna casa para su época, con ocho puertas adornada con 21 estrellas protectoras y así montó uno de los mejores negocios de Cúa, con el nombre de “El Tesoro Escondido”, el negocio fue muy próspero y funcionó hasta su muerte en 1936. Sus herederos remataron el negocio y vendieron la propiedad a la Presidencia del Estado Miranda, en la persona del escritor Rufino Blanco Fombona y allí se fundó el primer hospital de Cúa con el nombre de Dr. Osío, por iniciativa del Concejo Municipal presidido por Don Ramón Requena, en petición hecha al Presidente López Contreras en su visita a Cúa en 1937.


El hospital Dr. Osío funcionó en esa casona hasta 1961 en que se mudó al lo que hoy llaman el hospitalito en las cercanías de Aparay.


La casona sirvió como sede e El Ateneo de Cúa, del primer Liceo Privado de Cúa fundado por el profesor Lucidio Álvarez y el ingeniero José Antonio Alberti (Choto) con el nombre del poeta cueño Juan España. Posteriormente también fue sede del Liceo Ezequiel Zamora (Diurno y Nocturno).


Esa es la interesante historia de una casa que se construyó con las morocotas de un tesoro.


Todavía está la casa de “El Tesoro Escondido” y se pueden observar las estrellas protectoras en su cornisa, ojalá que no se ocurra a un genio del progreso derrumbarla para construir un mamotreto sin historia.



Autor: Prof. Manuel Monasterios